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23 de octubre de 2025
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PUTIN AMENAZA A EUROPA CON UN ATAQUE NUCLEAR 💥

Un aniversario nuclear, Putin en modo misil y Trump en modo lunático

El 80° aniversario de Hiroshima coincide con un tablero geopolítico desquiciado: Putin despliega misiles nucleares en Europa, Trump grita desde los techos de la Casa Blanca y la guerra en Gaza escala a niveles impredecibles. Una jornada que exhibe, con brutal claridad, el extravío del liderazgo global.

🕒 Tiempo estimado de lectura: 7 minutos

El 6 de agosto de 1945, el mundo conoció el infierno. A las 8:15 de la mañana, una bomba atómica lanzada por Estados Unidos sobre Hiroshima mató instantáneamente a más de 160.000 personas. Tres días después, Nagasaki corrió la misma suerte. Ochenta años después, mientras todavía sobreviven algunos testigos de aquel apocalipsis, la escena global ofrece un espectáculo digno de una sátira distópica: Putin amenaza Europa con misiles nucleares y Donald Trump deambula por los techos de la Casa Blanca gritando su deseo de construir un salón de baile para 750 personas.

Todo en el mismo día.

Vladimir Putin eligió la efeméride de Hiroshima para recordar que sigue teniendo el dedo sobre el botón rojo. El Kremlin anunció el despliegue de misiles hipersónicos con capacidad nuclear en Europa, en coordinación con Bielorrusia, el régimen personalista de Alexander Lukashenko, un dictador de manual que juega el rol de escudero mudo en la estrategia de Moscú.

No es casual. El mensaje es doble: hacia occidente, una advertencia directa; hacia adentro, un refuerzo simbólico de autoridad frente a los propios. El detalle inquietante es que parte del armamento será ubicado en territorio bielorruso, lo cual convierte a ese país en una suerte de plataforma logística para agresiones futuras. Se confirma así un viejo pronóstico: esto ya no es Rusia contra Ucrania, sino Rusia y Bielorrusia contra el sistema internacional.

La escena, por supuesto, coincide con un punto de máxima tensión entre la OTAN y Moscú. Las amenazas no son retóricas, y el calendario, esta vez, parece pensado para resonar con la historia.

Mientras tanto, al otro lado del Atlántico, el expresidente de Estados Unidos ofrecía una actuación propia de un episodio de Veep. Según se ha reportado, Trump fue visto caminando por los techos de la Casa Blanca –sí, literalmente–, gritando como un energúmeno que su objetivo político más urgente es construir un salón de baile en el edificio presidencial. “Un salón para 750 bailarines”, habría dicho. Con un costo estimado de 250 millones de dólares. Lo pagaría él mismo, se entiende.

Lo hizo con tono de mitin, a los gritos, delante de un puñado de asistentes y cámaras. No se trató de un acto privado ni de una ocurrencia suelta: fue una performance política en toda regla, una sobreactuación diseñada para alimentar su personaje. El problema es que el personaje está empezando a devorar al político.

Mientras Putin jugaba al ajedrez nuclear y el gobierno israelí anunciaba su intención de tomar Gaza por completo, Trump ensayaba una tragicomedia institucional con ribetes de demencia.

Thomas Friedman, el célebre columnista del New York Times, publicó ese mismo día una nota escalofriante. A propósito de los desbordes autoritarios del exmandatario republicano, comparó –sin nombrarlos– a Trump con los Kirchner y con Guillermo Moreno, advirtiendo que Estados Unidos se desliza hacia la “bananización” de su sistema institucional.

La alarma no es exagerada. Friedman se refiere a la reciente remoción de Erika McEntarfer, directora de la Oficina de Estadísticas Laborales de EE.UU., una funcionaria aprobada por el Senado, con trayectoria técnica impecable, que fue despedida por publicar datos laborales que Trump consideró “malintencionados”.

El argumento recuerda demasiado a ciertos capítulos conocidos de la historia argentina reciente. La manipulación institucional, la persecución de técnicos independientes, la demolición de organismos públicos en nombre del relato, son todos síntomas reconocibles de regímenes autoritarios en versión electoralista.

Friedman fue tajante:

“Trump ordenó a la confiable e independiente Oficina de Estadísticas Económicas que se convierta en una mentirosa tan grande como él.”

Este tipo de actitudes construyen una atmósfera de miedo en el círculo íntimo del poder. Cuando un presidente comienza a eyectar a sus funcionarios por decirle la verdad, el sistema se encierra sobre sí mismo. La política se convierte en delirio, y la gestión en simulacro.

Ese mecanismo es transversal. Lo mismo ocurre en regímenes populistas de derecha e izquierda, en democracias degradadas o en autocracias consolidadas. Y es allí donde aparece una figura que se repite en todos los continentes: el presidente rodeado de aduladores que temen hablar con franqueza, no por falta de convicción sino por instinto de supervivencia.

No es un problema psicológico. Es un diseño político. Y es el que explica por qué hoy Estados Unidos puede parecerse peligrosamente a una caricatura de sí mismo.

Como si no alcanzara con Putin y Trump, el gobierno de Israel anunció su intención de ocupar completamente la Franja de Gaza. La situación en la región es, desde hace meses, una caja de fósforos. La posibilidad de una ocupación total abre un escenario de consecuencias imprevisibles, no sólo para Palestina, sino para todo el equilibrio de Medio Oriente y el rol de Estados Unidos en la región.

Como suele ocurrir en estos casos, hay razones que Israel exhibe como válidas. Lo son, al menos parcialmente. Pero la respuesta militar es de una magnitud tal que genera más preguntas que certezas.

El mismo día en que se conmemora Hiroshima, el mundo observa, en tiempo real:

  • A un Putin militarizando Europa como en los años más oscuros de la Guerra Fría.
  • A un Trump que pierde todo vínculo con la racionalidad, mientras retiene niveles preocupantes de apoyo político.
  • A un Medio Oriente que se encamina hacia una nueva escalada bélica de dimensiones desconocidas.

El cuadro es tan grotesco como alarmante. No porque los protagonistas sean nuevos –todos llevan años en escena–, sino porque el sistema internacional ha perdido reflejos para contenerlos.

No hay arquitectura institucional capaz de disuadir, moderar o sancionar a los actores que deciden salirse del guion democrático. Y cuando el absurdo convive con el poder sin consecuencias, la locura se vuelve norma.

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