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9 de agosto de 2025
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Caputo, ¿Es el jefe de una mesa de dinero en la que se gana mucho dinero? 💸

Argentina, mesa de dinero y ring de insultos: entre el carry trade, la retirada de Shell y la renuncia parcial de Milei a la barbarie verbal

Dos noticias económicas sacuden la semana: el retorno del carry trade con sabor a déjà vu y la partida de Shell del mercado argentino. Mientras tanto, el presidente Milei, entre insultos y amenazas, promete —con gesto sacrificial— moderar su lenguaje. ¿Cambio de estrategia o evidencia de fatiga social?

🕒 Tiempo estimado de lectura: 9 minutos

La Argentina ha vuelto a ser lo que mejor sabe ser: una gran mesa de dinero.
Esa condición, repetida hasta el hartazgo a lo largo de décadas, ha retornado en su versión más sofisticada y liviana: con celular, aplicación de homebanking y una cuenta en una sociedad de Bolsa, hoy cualquiera puede timbear con dólares, pesos y bonos desde el living de su casa. Esto no es nuevo, pero ha sido confirmado con contundencia por un informe impecable de Melisa Reinhold publicado en La Nación.

El fenómeno, conocido como carry trade, consiste en vender dólares en el mercado financiero (el MEP), colocar esos pesos en instrumentos de corto plazo como las Lecaps, y recomprar dólares semanas después, aprovechando una rentabilidad del 12% mensual. Con un tipo de cambio anclado en una banda previsible, el negocio es redondo. Para algunos, claro.

La pregunta es tan incómoda como necesaria: ¿Luis Caputo es el ministro de Economía de la Nación o el gerente general de una gran mesa de dinero?

El dato clave es que esta rentabilidad es inusualmente alta para cualquier inversor del planeta. En un mundo que se desinfla, que reduce tasas, que especula con el ciclo del dólar y que mira de reojo las elecciones en EE.UU., un 12% mensual es una obscenidad financiera. Pero ocurre. En la Argentina de hoy.

El dólar oficial se mantiene “estable” —una palabra vacía en nuestro léxico económico— en torno a los $1350, mientras que el riesgo país se despega de los 700 puntos y coquetea nuevamente con los 800. Es un síntoma elocuente: Argentina está lejos, muy lejos, de recuperar algún tipo de crédito internacional. Por alguna razón, quienes entienden de dinero no terminan de confiar. Algo querrá decir.

La segunda noticia económica del día tiene aroma a nafta. O más precisamente, al ocaso del petróleo privado en la Argentina.
La empresa Shell —una marca centenaria, con fuerte presencia simbólica y logística en el país— ha decidido retirarse. Su participación local, operada por la brasileña Raízen, se vende. Estaciones de servicio, refinerías, todo. Un cierre de persiana más.

¿Se trata de una decisión que tiene que ver con la Argentina? ¿O es parte de una estrategia global, en tiempos de desglobalización acelerada? Difícil saberlo. En el nuevo mundo post-pandémico, post-Trump, post-Gaza, muchas corporaciones replantean sus operaciones. Puede ser eso. O puede ser que la Argentina, otra vez, espanta más que seducir. Ya veremos.

En paralelo, como si esto fuera poco, el presidente Milei decidió —según sus propias palabras— dejar de insultar.
Una concesión que presentó casi como un sacrificio personal. Una especie de ayuno verbal. Como quien deja el azúcar, pero con nostalgia.

“Voy a dejar de usar insultos”, dijo Milei. Y uno, por cortesía, debería decir: gracias.

Pero el asunto no es tan simple. Porque el insulto presidencial no es una excentricidad, es una política. Según la periodista Maia Jastreblansky, en apenas 100 días de gobierno, Milei pronunció 611 insultos públicos. Un promedio de 6 a 7 por día. No está mal como marca. Y confirma que el agravio no es un accidente: es el sistema operativo.

La periodista agrega algo más: dentro del gobierno se habría activado una suerte de replanteo táctico en la llamada “batalla cultural”. En criollo: las encuestas parecen estar mostrando que la gente comienza a hartarse. Que hay un desgaste. Que un presidente tan beligerante comienza a generar fatiga.

La vulgaridad, cuando se institucionaliza, deja de causar gracia. Y, lo más importante: empieza a desgastar al propio emisor.

Milei ha comparado su verborragia con la de Sarmiento. Una comparación tan injusta como absurda.
Sarmiento fue muchas cosas: irascible, apasionado, verborrágico, sí. Pero también fue un intelectual, un educador, un escritor brillante, un viajero incansable. Fue quien escribió Facundo, el libro de historia más importante de la Argentina. Y sí, a veces se le escapaban algunas palabrotas. Pero no era un troll de Twitter. Ni confundía la disidencia con la inmoralidad.

Porque aquí está el problema real. Milei no solo insulta: clasifica, desacredita, deshumaniza. Para él, quien piensa distinto es un inmoral, un idiota o un parásito cerebral. Eso no es una postura ni una forma de ser. Es una concepción sectaria y autoritaria del poder.

Y no se trata de modales. Se trata de democracia.

Un ejemplo personal sirve para ilustrar la gravedad del asunto.
Cuando Milei, en su habitual tono de stand-up de odio, retuiteó una publicación en la que me insultaban, decidió sumarse al agravio. También incluyó al colega Carlos Pagni. Una escena patética, infantil, que habla más de él que de nosotros.

Ante eso, envié un mensaje privado al presidente —en ese momento, aún candidato— con un tono tan cortés como firme:

“Estimado presidente Milei: lamento no formar parte de su séquito de chupamedias, pero usted no tiene ningún derecho a insultarme. Saludos.”

Agregué, como ironía final:

“Postdata: estoy aquí en Escocia, la tierra de Adam Smith, tierra de gente educada.”

El mensaje jamás fue respondido. Lo cual, visto en retrospectiva, resulta un alivio.

En este contexto, una Argentina financieramente especulativa, institucionalmente desmembrada y retóricamente envenenada, se vuelve cada vez más imprevisible. El poder se degrada en su ejercicio cotidiano. Se banaliza. Se tuitea.

Los mercados aprovechan —como siempre— los agujeros del sistema.
Las empresas se van —como siempre— cuando la tormenta amenaza con instalarse.
Y los presidentes —como casi nunca— prometen moderarse cuando el espejo les devuelve una imagen que no les gusta.

Pero no hay carry trade que resuelva un problema político.
Ni renuncia al insulto que oculte una mirada profundamente autoritaria sobre el otro.
Ni salida de Shell que no implique, al menos en parte, un fracaso compartido.

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