Milei y el insulto: la batalla cultural pierde volumen
Luego de más de 600 agravios públicos en apenas tres meses, el presidente Javier Milei anunció que dejará de insultar. La noticia, presentada casi como un gesto de austeridad moral, abre una grieta inesperada en la retórica libertaria. ¿Cambio táctico o principio de disolución discursiva?
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En la Argentina política de 2025, la noticia de que el presidente ha decidido dejar de insultar parece tener el mismo peso institucional que un anuncio económico. En realidad, lo tiene. Porque el modo en que un presidente habla dice bastante —si no todo— sobre cómo concibe su poder.
Durante los primeros 100 días de gestión, Javier Milei promedió seis insultos diarios. Según un trabajo impecable publicado por Maia Jastreblansky en La Nación, esa es la cifra exacta: 611 insultos contados, documentados, catalogados. Es decir, más de medio millar de ataques personales, descalificaciones profesionales, burlas y exabruptos que se lanzaron desde la investidura presidencial como si se tratara de una cuenta paródica en X (antes Twitter).
¿Qué pasó entonces para que el presidente decidiera moderarse? Según versiones extraoficiales —que, en esta Argentina hipermediatizada, son las únicas que tienen algo de verosimilitud— el propio equipo de comunicación advirtió un desgaste. Las encuestas estarían mostrando un cansancio creciente de la población frente al tono beligerante y vulgar del mandatario. Y no tanto porque los argentinos hayan descubierto ahora que los modales importan, sino porque la batalla cultural, sin resultados tangibles, empieza a parecer un berrinche eterno.
El insulto dejó de ser un arma de combate y se volvió un ruido de fondo.
Claro que hay antecedentes. Donald Trump, maestro de ceremonias de esta estética política, supo cuándo dejar de gritar para empezar a organizar el caos. Jair Bolsonaro también lo intentó, aunque le salió bastante mal. Lo cierto es que en algún punto de su mandato, todo populista enfurecido se enfrenta al mismo dilema: ¿cómo mantener el show sin terminar en la caricatura?
Joaquín Morales Solá recordó hace poco que el propio Milei alguna vez se comparó con Domingo Faustino Sarmiento, por el mal carácter, se entiende. Pero hay una diferencia notable entre ambos: Sarmiento era un intelectual que se permitía el exabrupto; Milei es un exabrupto que se permite la presidencia.
Sarmiento insultaba, sí. Pero entre viaje y viaje, escribía libros como Facundo, fundaba escuelas y traía ideas de Europa. Tenía una prosa bestial, un carácter impresentable, y sin embargo construyó algo. Milei, en cambio, parece haberse conformado con el personaje. Ha convertido el agravio en política exterior, la intolerancia en ideología de gobierno, y el odio en una forma de branding personal.
En este contexto, la decisión presidencial de “dejar de insultar” se nos presenta como un sacrificio personal, una concesión moral. Como quien anuncia que dejará de fumar por el bien del país. Pero el insulto en Milei no es un mal hábito, sino la piedra angular de su construcción política. Y eso lo vuelve más complejo.
El presidente no sólo descalifica a sus críticos. Los demoniza. Los patologiza. Los diagnostica. Supone que todo aquel que no coincide con su mirada está afectado por algún parásito mental, padece una deficiencia intelectual o, en el mejor de los casos, es parte de una conspiración oscurantista para destruir la Argentina.
No se trata de agresividad: se trata de un pensamiento sectario que convierte la disidencia en traición.
Hace unas horas, la vicepresidenta Victoria Villarruel, quien no goza precisamente de simpatía entre los entusiastas del oficialismo, denunció haber sido víctima de una campaña de difamación interna. El dato es relevante porque marca el inicio de una lógica de purga dentro del mismo espacio libertario.
Thomas Friedman, en un artículo reciente reproducido por The New York Times, alertó sobre esta dinámica con respecto al entorno de Donald Trump: cuanto más autoritario se vuelve el líder, más serviles se vuelven sus laderos, hasta el punto en que ya no hay diferencias entre enemigos externos y traidores internos.
Lo mismo empieza a verse aquí. La batalla cultural devora a sus propios soldados. Villarruel, que hace apenas unos meses era la voz de orden dentro del experimento Milei, hoy es tratada como una infiltrada.
¿Qué sigue?
Hay quienes creen que esta renuncia al insulto es apenas cosmética. Una estrategia momentánea para sobrevivir al desgaste político, mientras se reordena el tablero. No sería descabellado. Después de todo, nadie espera que Milei se vuelva Churchill de la noche a la mañana.
Pero tampoco conviene subestimar el gesto. Porque cuando un presidente deja de gritar, empieza a tener que explicar.
Hasta ahora, la verborragia fue una cortina de humo útil para disimular la escasez de logros concretos. Si el Gobierno decide ahora hablar más bajo, deberá empezar a mostrar resultados. Y eso es infinitamente más difícil que lanzar una cadena nacional para llamar “orcos” a los diputados.
Hace un año, al recibir uno de los tantos agravios del presidente —en aquel caso, una descalificación infame compartida en redes sociales— se me ocurrió enviarle un mensaje breve, educado y directo. No tuvo respuesta. Naturalmente.
Quizás porque, como en Escocia, la educación no se improvisa, ni siquiera en nombre de la libertad. Acá, tierra de Adam Smith, de David Hume, de Walter Scott, la cortesía es más revolucionaria que el insulto. Y, a veces, más efectiva.
Cuando un presidente renuncia al insulto, lo que queda al desnudo es su programa. O su ausencia.